miércoles, 12 de octubre de 2011

La del 53.

Dar rienda suelta a mi imaginación puede ser peligroso cuando las ideas que se me vienen a la mente son piezas de una historia de terror, basada en mis propias memorias de un encuentro non-grato real, en un colectivo real, con una persona real, con características tristemente reales. Quienquiera que haya sido esa mujer, su imagen todavía me acelera el pulso y me mantiene en un estado de vigilia constante. No hay nada peor que vivir una escena de terror en la vida cotidiana.
Hace por lo menos siete años no escribo algo que me ponga los pelos de punta a mí misma (es decir, a la única persona a la que no puedo sorprender con tal texto) mientras lo tipeo. Intentaré terminarlo, y probablemente pactaré conmigo misma no leerlo nunca más.

Ansiosamente esperaba ese grupo de jóvenes adolescentes aquel colectivo que, según entendían, las llevaría a sus respectivos hogares. No eran de frecuentar la zona en la que se encontraban, pero sabían perfectamente que el recorrido de ese bus en particular las dejaba bien a todas. Era pleno mediodía, y el sol estaba oculto detrás de un manto espeso de nubes que no traerían lluvia sino hasta bien entrada la tarde, según los especialistas de la T.V.
Mientras charlaban animadamente reconocieron el colectivo de la línea 53 color azul que se acercaba rápidamente a ellas por la avenida. Era un modelo de esos viejos, pequeños e incómodos, cuya capacidad es considerablemente menor que la de los colectivos convencionales. Aún así decidieron tomarlo.
Tras pagar la tarifa correspondiente, las cuatro amigas se dirigieron no sin dificultad hacia el fondo del vehículo, donde, como es sabido, suele haber más lugar, dado que la gente suele acumularse en el frente. Entre risas y pequeños empujones, lograron atravesar el estrecho corredor atestado de gente hasta llegar a la parte trasera. La que estaba más próxima a la hilera de asientos del fondo (obviamente, y como todos los demás, ocupados), se distrajo conversando con una de sus tres compañeras, hasta que un movimiento desafortunado hizo que clavara sus ojos en la persona que tenía a su derecha, aferrada al respaldo del asiento contiguo.
Su corazón se paralizó al mismo tiempo que la sangre se le congelaba en las venas. Sintió un sudor viscoso que le recorría la nuca, y los ojos se le humedecieron levemente. En menos de lo que dura un latido, observó en profundidad a aquella joven que se paraba junto a ella,  mirando despreocupadamente por la ventanilla a la que se enfrentaba.
Su palidez no era lo que más se destacaba de sus facciones, no. Ella había visto personas más blancas. Su piel parecía haberse recuperado, quizás tras varias intervenciones quirúrgicas, de un accidente. Brillosa, arrugada y poceada, su textura era como la de un tomate podrido, y su aspecto era más que desagradable. Sus ojos negros habían quedado prácticamente metidos dentro de sus cuencas, y la piel de su frente continuaba, tersa y brillante como si la hubieran estirado, hasta culminar en esos pequeños globos oculares perdidos en tanta dermis destruída. Su nariz... bueno, lo que quedaba de ella... parecía haber sufrido un corte vertical, que resultó en la pérdida de la mayor parte de su tabique.
Sin querer grabar aquel rostro por siempre en su memoria, y tratando de ser educada, desvió la mirada con rapidez e intentó seguir el hilo de la conversación que sus amigas estaban manteniendo. Pero no pudo reservarse el comentario y, por lo bajo, le sugirió a una de sus amigas que le echara un ojo a esa joven muchacha que aún seguía parada a su lado.
Su compañera la buscó con la mirada, y al encontrarla dirigió su vista al suelo en señal de afirmación. Durante los próximos minutos de viaje, la que estaba más próxima a la muchacha de rostro extraño se la pasó imaginándose cuáles podrían haber sido las causas de tal deformidad, y sólo se le ocurrió un incendio.
Pronto, un pequeño revuelo entre algunos de los pasajeros interrumpió sus cavilaciones: una anciana quería abrirse paso entre la gente para llegar al fondo. Se acercó lo más rápido que pudo a la puerta trasera donde ahora se encontraba la joven presuntamente quemada, que ahora se aferraba al caño donde se encontraba el timbre. Al parecer ambas habían llegado a su parada y debían descender del vehículo. La anciana alcanzó la puerta trasera y le preguntó a la deforme si se bajaba allí, y ella le respondió que sí. Como es de esperar viniendo de una anciana, intercambió algunas palabras amistosas con la joven, como si aquel rostro no la hubiera sorprendido en lo más mínimo. Ambas se dedicaron algunas sonrisitas cordiales, y acto seguido bajaron del colectivo.
En cuanto lo hicieron, las cuatro amigas que habían estado en relativo silencio observando a aquella extraña joven, comenzaron a comentar lo desagradable, triste y aterrador de aquella cara que sería tan difícil de olvidar, especialmente para la que la había visto primero, parada junto a su hombro derecho, con su blanco rostro a la altura de sus ojos.
Otros varios minutos pasaron en silencio para ella tras el descenso de la "quemada", pero su imagen aún le daba vueltas en la cabeza. Quiso comentarlo con sus amigas, quienes ya habían estancado el tema hacía rato. Su viaje en el colectivo continuaba, y su mente trabajaba, intentando olvidarla.
Pronto no lo soportó más, y comentó lo suficientemente alto como para que sus cuatro amigas la escucharan por sobre el ruido del motor y las voces del concurrido vehículo: Qué impresionante esa chica...
"¿Qué chica?" inquirió una de sus amigas.
"La que se acaba de bajar... la de la cara deformada".
"¿Cara deformada? ¡Ja! ¿Qué viste?"
"Se habrá visto ella misma al espejo" bromeó otra de sus compañeras.
"Chicas, en serio... si hasta recién estábamos comentando lo traumática que era la imagen..."
"No sé de qué hablás, ¿ustedes, chicas?"
"Ni idea".

Seguramente sus amigas habrán notado cómo ella palidecía al encontrarse atrapada entre el recuerdo de aquel inocente pero dañado rostro, y la puja entre la convicción y la confusión. Lograron que uno de los pasajeros le cediera su asiento a la casi descompuesta muchacha. Se tomó la frente entre las manos para calmar el dolor de cabeza que la estaba por partir al medio, y justo cuando levantó la vista para reconfirmar que sus amigas no le estaban gastando una broma,escuchó un grito agudísimo, y se sumió en la negrura.

Todo lo que oyó luego fueron voces gritando "inyectala para que no despierte", pero por más que las voces fueran claras, no pudo alcanzarlas. De hecho, no podía ver nada. La oscuridad la consumía y la arrastraba hacia abajo. Al principio fue desesperante, pero pronto una calma le recorrió la mente, haciéndola dormir en un vacío total, flotando en una dimensión desconocida y pacífica.
Despertó cuando sus heridas hubieron sanado tras aquel trágico accidente que sufrieron todos los pasajeros de aquel viejo colectivo de la línea 53, en un choque que le costó la vida a varios de ellos. Ella agradece aún poder contar la historia de aquella joven que vio antes del accidente, cuya imagen aún la acecha en sueños, y cuyo rostro aún reconoce cada vez que se mira al espejo, con la única diferencia que ahora le pertenece a ella: Blanco, brillante, destruído, sin nariz, y con pequeños ojos perdidos. Tal y como lo recordaba.