domingo, 1 de junio de 2014

Los creadores de Lucy en el cielo.

"Le habló de (...), de sus troncos de la niñez, sus amigos de la calle, de sus innumerables chicas y de las orgías y las películas pornográficas, de sus héroes, heroínas y aventuras. Corrían calle abajo juntos, entendiéndolo todo del modo en que lo hacían aquellos primeros días, y que más tarde sería más triste y perceptivo y tenue. Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual que arañas entre las estrellas y entonces se ve estallar una luz azul y todo el mundo suelta un '¡Aaaah!'." Jack Kerouac.

Lucy ni siquiera se llamaba Lucy, pero amaba sentirse un astro de luz recorriendo un cielo eterno. Sabiéndose etérea, brillante de colores, fantaseaba con el efecto que causaban los rayos del sol sobre su piel, su cabello y sus ojos. Se preguntaba si el resto de las personas podían ver lo hermosos que eran sus colores y su  mística, si acaso su alma se reflejaba en su aspecto mientras navegaba cielos de melodías dulces.
Ella volaba con la fuerza y a la vez la ligereza que cobra el ánima al adquirir conocimientos e inspiración. Al ponerse en contacto con aquellas personas y estímulos que lo hacen a uno querer vivenciar más y más cada vez. Transitaba las calles de la ciudad en busca de ese soplo de vida que, tras atravesar varias avenidas, le daba fuerzas para emprender el vuelo. Y, carreteando suavemente con la delicadeza de la brisa fresca sobre las hierbas, Lucy se elevaba y dejaba su estela de pureza y felicidad en el cielo personal de quienes quisieran obtener un poco de su luz.

Georgina Harriet Robinson entró en el café de siempre. Dejó su abrigo en el respaldo de la silla contigua, y cruzó sutilmente sus tobillos, inclinando las rodillas hacia un costado como hacen las damas, al sentarse junto a la ventana. Suspiró casi imperceptiblemente, y acomodó con un solo dedo sus lentes sobre su diminuta nariz. Revolvió su bolso y tomó un libro detrás del cual ocultó su rostro durante unos minutos. No fue hasta que el mozo se acercó a la mesa y le tomó el pedido, que despegó sus ojos de las páginas.
Al retirarse el mozo, Georgina quiso devolver su concentración al libro, pero no logró hacerlo. Hizo el ejemplar a un lado, pegando el lomo a la ventana, y se cruzó de brazos mirando a través del cristal. El empedrado aún conservaba su costado poético cuando se lo combinaba con el aroma a café, la rutina del bar a las cinco de la tarde, y las nubes grises de aquel Domingo desesperanzador. Creyó haberse inspirado ante la imagen de los adoquines, y retiró de su bolso un pequeño anotador y un lápiz afilado. Lo apuntó al papel con firmeza y convicción, pero nada salió de él. Ni siquiera los garabatos que solía dibujar cuando ponía su cuerpo en piloto automático al hablar de algo importante, o al hacer planes en silencio. Tampoco la invadió el añejo impulso de comenzar a escribir una carta de amor.
El mozo regresó con su lágrima doble, y la dejó sola inmediatamente, enfrentada al pálido papel que rezaba la nada misma, apenas alterado por un punto gris casi invisible, exactamente donde Georgina había situado el lápiz para comenzar a escribir.

Paul Marcell Carthy regresó una vez más a su blanco departamento. Creyó percibir el delicioso aroma de su comida preferida al atravesar el umbral. Antes de encender la luz, se tomó un segundo para imaginar la presentación de la cena en el plato, su color, su consistencia, el vapor sobre cada ingrediente, los cubiertos dispuestos sobre la mesa, y hasta el sonido del alimento al ser triturado en su boca. Su estómago se llenó ante el espejismo en la densa oscuridad de su hogar, pero cuando encendió la luz, su alma quedó vacía. Igual que la mesa.
Las comisuras de sus ojos se curvaron levemente hacia abajo, apuntando al parquet debajo de sus zapatillas, al observar el televisor apagado y el sillón deshabitado. Nada ni nadie lo recibía, sino las luces de la ciudad entera, visibles desde su ventana. Él lo veía todo, lo que es, lo que no es, y lo que parece ser. Si algo no veía desde el ventanal, lo imaginaba y lo creaba.
Era el rey de las parecencias, de las ilusiones, y de la falaz perfección. Era un dios en su propio olimpo.
Los que no pueden dirían con admiración que la vida de Paul era perfecta. Todo el mundo a sus pies, una ovación a cada paso. Y sin embargo Paul ya no quería vivir en la mente de nadie... Porque ya no podía vivir en la de ella.

Georgina Harriet no se dio por vencida. No conocía trabas para su brillante creatividad. El bar siempre la esperaba con toda su historia sobre las distintas mesas. Recordaba haber escrito una carta romántica en la mesa cinco, y un ensayo comparativo entre las características del género masculino y las del demonio en la mesa once. La única azucarera del bar, que todos los días hacía un errante tour sobre cada mesa a medida que los clientes iban necesitando endulzar sus infusiones, había inspirado un poema amargo que nació y murió en pedazos sobre la mesa tres, diez minutos antes de que llegara su mejor amiga y ese poema se volviera un monólogo poco elocuente sobre las bases del feminismo no aplicables a las relaciones ocasionales. 
Pero no encontraba ya razones para hacer sonar esa suave música que crea el grafito al deslizarse por las blancas hojas de su anotador. Su mejor amiga no estaba en camino, y los adoquines sólo reflejaban el frío que le recorría los hombros al darse cuenta de que ya nada era eterno. 
Y entonces, Lucy pasó caminando junto al ventanal.

Lucy entró al bar, y abrazó largamente a Georgina Harriet. Se sentó con medido entusiasmo en su mesa, y ordenó un té, aunque no fuera de su preferencia. Mientras hundía el saquito en el agua humeante, se detuvo a estudiar con disimulo el aspecto de Georgina, y notó que cada vez se hacía más pequeña. O quizás era la pobre luz de aquel día tan oscuro que ni siquiera Lucy  podía combatir, que ocultaba a Georgina bajo sus sombras, y volvía fosforescente su marmólea piel, en un pronunciado contraste con sus rizos negros. Envuelta en tonos violacios, portando esa vibra calma y ordenada, Georgina siempre hacía sentir a los demás que su vida estaba resuelta, que ella observaba al mundo desde sus convicciones, desde la comodidad de su experiencia y su paso por este mundo. Un alma transitada, que ya había contagiado a Lucy su sabiduría y su equilibrio interior. Un aprendizaje indeleble por el cual siempre estaría agradecida.
Sin embargo, ese violeta hoy no la engañaba a Lucy, quien revolvía suavemente la infusión edulcorada que pronto dejaría deslizar por su garganta para calentar su estómago. 
Algo en la cálida sonrisa de oyente de Georgina le daba a entender a Lucy que no hablaría hasta que ella lo hiciera, pues la experiencia de Georgina ya estaba hecha. El futuro era Lucy. Y esta vez, tenía un manojo de historias para contarle, y podía verlas todas en cada remolino que se formaba en la taza tras el movimiento circular de la cuchara. En cuanto dio el primer sorbo, la primera historia brotó de sus labios, sin más preámbulos. 
Así, Lucy comenzó a hablar de Paul...

Paul Marcell encendió un cigarrillo parado junto a la baranda, cansado de ver la vida entera desde su balcón. El televisor no lo dejaba pensar, no lo dejaba escuchar, no lo dejaba seguir. La tarde era demasiado gris para su gusto, y dado que la resignación se había apoderado de su espíritu, decidió regresar al mundo tangible. Sintió su cuerpo, se detuvo en cada parte de su anatomía. El aire entrando por su nariz, el humo apoderándose de su cavidad bucal, haciendo su letal recorrido hasta los pulmones que recibían con placer la nicotina. Dos pies tan firmemente apoyados en el suelo, que acusaban el nivel de realismo que había logrado en su mente. 
Recordó con lágrimas reprimidas en su garganta toda vez que alguien lo catalogó como un niño, a pesar de ser ya un adulto. Reconoció en sus recuerdos miradas de dulzura dedicadas a él, al encontrarse su interlocutor con sus ojos pequeños, de miel. Ojos sufridos de inocencia y, a la vez, de humilde sabiduría. 
Entonces pensó en Lucy, quien aún tenía la posibilidad de volar. La envidió y la deseó al mismo tiempo. Una tercera parte de su cuerpo se hizo notar, tan firme como sus piernas sobre las baldosas del balcón. La tensión de las mismas aminoró al mismo tiempo que su virilidad le recordaba que estaba vivo, y que estaba a tiempo de volar un rato más. 
Sabía que la sensación no duraría mucho, y decidió que debía encontrarse con la muchacha que volaba y brillaba como un diamante en los cielos. 
¿A quién le amarga un dulce? pensó, liberando el humo por última vez por sus fosas nasales, recordando el aspecto de Lucy desnuda en su cama.

Georgina Harriet escuchó con interés a Lucy hablar sobre Paul, sobre sus enseñanzas y sobre la herida que provocó en el corazón de la joven luminosa. Una herida que disfruta hacer sangrar cada tanto. Lucy describió un sinnúmero de miradas ardientes, encuentros clandestinos entre sábanas de decepción, y un eterno baile sensual que prometía un inminente pecado que aún no se concretaba. 
Rió con descaro ante los celos de los hombres que rodeaban a Lucy, provocados por un mágico ser, que crea en silencio y luego expone sus creaciones gritando revolución. La encarnación del más puro concepto del humano, que equilibra en su persona la belleza terrenal, la de la mente, y la del alma en un solo cuerpo. Un hombre que lleva en el pecho el arte de Daniel Johnston. Georgina reconoció su suerte al enterarse de que él casi la amó. Fue entonces, justo al final de la última palabra de aquella anécdota lujuriosa que Lucy dejó escapar de sus humedecidos labios, que Georgina comenzó a establecer comparaciones entre las dos. Justo al encontrarse sonriendo con complicidad, y elogiando la radiante juventud de Lucy. Una juventud que entraba en su etapa más hermosa, más plena. Cargada de energía, de planes, de deseo y sexo, de amores que matan, de sentimientos primaverales.
En cuanto Lucy terminó su té, Georgina contó, descruzando sus tobillos y acercándose a ella sobre la mesa, que su plenitud había terminado hacía un tiempo. Lo hizo con una prisa que denotaba la urgencia de sincerarse consigo misma. 
Observó en voz alta que sus convicciones ya no se aplicaban a casi ningún aspecto de su vida. Que pensaba algún día morir en su ley, pero que ya no habría nadie para notar que su voluntad había sido cumplida. Se sentía traicionada por su elección de vida, se sentía olvidada por aquellos que alguna vez habían tomado sus opiniones y las llevaron como estandarte. Esos mismos que ahora convertían el estandarte en cenizas frente a sus ojos, descerebrados, entregando sus vidas a la mediocridad y el conformismo. Ya nadie compartía su sed de innovar, ni la acompañaban en su viaje solitario. 
Sólo quedaban sus libros, los cuales le proporcionaban caminos alternativos que diferían tanto del suyo, que le permitían vivir mil vidas en una semana. Ya ni siquiera tenía ideas originales, sólo podía nutrirse de lo que ya estaba hecho y continuar.
La juventud se le escapaba de las manos, el vuelo terminó por convertirse en pasos arrastrados sobre el asfalto. Los pies pegados a la tierra, sin ilusión, sin motivación...
Georgina dejaba fluir ese torrente de confesiones sin vergüenza, y sin remedio. Tal vez los adoquines habían curado su desesperación. A medida que las palabras se deslizaban por su lengua, iba amando aquellas mañanas que aprendió a aprovechar. Se amigaba con las noches de sueño, y con los lazos rotos. 
Georgina se conformaba y se apagaba... Y los ojos de Lucy se percudían frente a ella, escépticos, decepcionados. 
Y entonces Georgina comprendió que su labor había terminado. Y se llevaría consigo la inconsciente verdad de haber creado un diamante llamado Lucy. 

Lucy abandonó el bar con los pies pesados. Le molestaban, la querían hacer pisar el suelo. Se le dificultaba alzar vuelo con sus extremidades respondiendo con normalidad a la ley de la gravedad. Quiso volar hasta su casa, pero algo la ató a la tierra, y sin pensarlo demasiado, bajó por las calles a pie, como las personas normales que viven sin sed y sin dejarse maravillar por la simpleza. 
Durante días pensó en Georgina, a toda hora, entre mates y discos, entre recuerdos olvidados. Las horas de reflexión se extendían más cada día. Sabía que había presenciado un hecho lamentable: La extinción de la luz de una persona. Y el agujero negro que dejaba en su lugar era demasiado grande, tratándose de Georgina Harriet.
Una sombra se había instalado sobre la cabeza de Lucy, una sombra que comenzaba a pesarle.
Finalmente, una oportunidad de recobrar las fuerzas que sentía perdidas llamó a su puerta una mañana. Lo que ella llamaba "el delgado límite entre la estupidez, y el alimento del alma". La búsqueda de un mimo en la caja de objetos perdidos y encontrados: Paul.
Esta vez flotó atravesando la ciudad a una velocidad moderada, y en absoluto silencio. sobrevolando los cielos oscuros del placer sin luz, un placer pobre que sirve como analgésico para la punzante sensación de ausencia de lo que realmente conmueve.

Paul abrió la ventana y dejó entrar el aire fresco de la noche. Se dio media vuelta, y con la paz que suele caracterizar su accionar, abrió la puerta. Allí estaba, pequeña, pero con una presencia impactante. Lucy se volvió materia, Lucy se volvió luz, Lucy revivió. Se miraron y se quisieron de manera enfermiza. Se extendieron una mano sin explicar por qué, simplemente sintiendo que el otro lo necesitaba. 
Lucy se preguntó si eso era amor, se preguntó si un ser que carga tanta sabiduría y paz puede también ser sádico y cruel con un alma tan pura como la suya. Se preguntó por qué se dejaba masturbar por las manos ásperas de un ser tan contradictorio en esencia, por qué aún toleraba el costado corrupto y oscuro de Paul, cuando debería exigir que sus más hermosos sentimientos afloraran para ella. 
Se enojó con el universo al darse cuenta de que la misma persona que la había herido profundamente, era ahora el consuelo para una herida aún más grande. 
Miró a Paul a los ojos fingiendo un orgasmo, con ojos falsos de fuego ardiente. Y entonces descubrió que su aura blanca también podía transmutar en un millón de oscuridades, devolver la misma falsedad de amor que conforta momentáneamente para luego dejar un vacío insalvable en las almas que se nutren de sentimientos apasionados.
Paul estaba a punto de estallar frente a Lucy, quien no permitía que su sed fuera saciada. Su mirada dulce se convirtió en deseo lujurioso, rozando la violencia. No permitiría que Lucy se aprovechara de él. 
Se arrojó sobre ella y la besó con ira. Ella simplemente lo miró con frialdad y se mantuvo quieta, reflexionando mientras Paul se servía de su cuerpo.
Finalmente la oscuridad se apoderó de los ojos de Paul, y se alejó abruptamente de Lucy. Se tiró sobre el colchón y comenzó a llorar. La desesperación de sus sollozos impresionó a Lucy, quien se sentó y observó la deplorable escena desde una distancia prudente. Quiso estirar una mano hacia él, pero entendió que, por algún motivo, no había contacto que pudiera consolar el dolor en el alma de Paul.
En cuanto pudo articular palabra, el ángel índigo le explicó a Lucy que era hora de aprender a vivir con la muerte de aquello que alguna vez nos llenó de vida. Aprender a vivir con la ausencia, sabiéndose creador del vacío que lo pierde a uno. Acto seguido, Lucy fue testigo del relato en primera persona de la muerte de Paul.

Aún en la cama, con la piel decorando el acolchado, Paul confesó haber amado y perdido, haber amado y descuidado, haber amado y muerto. Logró calmar las lágrimas y monologar durante un buen rato, con su audiencia unipersonal Lucy absorbiendo la información hasta por los poros, mientras su cabeza se iba llenando de plomo. Su cuerpo se debilitaba, mientras Paul le transmitía sus sentimientos como si fuera vía intravenosa.
Lucy se enteró entonces que Paul era un solitario, una persona que sabía que ya no podía volver a amar a nadie como al sol que descuidó durante años, quien lo cobijó bajo su cálida luz mientras él se dedicaba a añorar las noches de luna. Se cargaba superficialmente de su energía para luego derrocharla frente a las estrellas, enfriándose sobre las baldosas como si la luz del sol no tuviera ningún valor. Hasta que un día aquel sol no brilló más para él, y lo dejó solo frente a días nublados y noches heladas. Durante un tiempo aprovechó para disfrutar hasta de los momentos más oscuros, se hizo amigo de la soledad, y se lanzó a la aventura juvenil y descorazonada. Pero al regresar, su casa ya no se sentía como un hogar. No había luz de sol entrando por la ventana, y el balcón que todo lo ve y lo controla no servía de nada sin el astro rey. 
El fulgor índigo de Paul se intensificó al proclamar su amor incondicional hacia el sol, aunque éste ya no pudiera recibirlo. Y luego, se apagó para siempre, como si Paul hubiera muerto ante los ojos de Lucy, quien estaba casi tan fría como él sobre la cama. Dos cuerpos, dos muertos aún funcionando sin razón.
Lucy ya no encontraría nunca más la alegría en Paul, porque Paul nunca más podría salir al sol y dejarse elevar por el calor que existe aún en los espacios más fríos del planeta. Sin amor, ni siquiera ese mimo vacío podía ilusionar al más necesitado.
El corazón de Paul se había ido hacía mucho tiempo, inservible, por siempre en manos de la ausente. El hombre niño, eterno índigo, por siempre cargado de vida hoy fallecía frente a Lucy, en un último suspiro que confesaba su idiotez.
Y sonrió con desgarradora ironía al profesar su mensaje, pronunciando una frase que Lucy jamás olvidaría: sólo el amor le da sentido al ser.

Lucy jamás volvió a volar. Aprendió a admirarse a sí misma por cada decisión tomada, por la valentía de levantarse cada mañana, por saber querer sin fronteras. Siguió nutriéndose de las experiencias y de la pasión ajena, con humildad de aprendiz. Y aún aguarda a esa persona que le regale alas verdaderas, y quien se preste para sobrevolar los cielos nuevamente, en compañía del amor.
Los creadores de Lucy en el cielo, con sus errores y aciertos, la convirtieron en una mujer.


Personas reales, historias reales, y esas escenas ficticias que hacen que escribir valga la pena.

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