domingo, 31 de agosto de 2014

Aroma índigo.

"Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes. Tristes." Miguel Hernández

Desde la noche que Índigo entró al bar, cargando consigo un semblante inocente, humilde y resignado a la sorpresa, Lucía vivió su vida hasta el día de hoy con incontables interrogantes respecto a él. Pero el único que jamás logró responder, y tal vez sea el motivo que aún la conduce hasta su departamento de tanto en tanto, se trata de una banalidad tan intrascendente que, por capricho, se ha convertido en el eje de su mundo.
Desde aquella noche que la intriga y el aburrimiento derrumbaron hasta al más fuerte, y el destino los juntó en aquel antro de San Telmo, Lucía no pudo olvidar el aroma de Índigo. 
Recuerda las luces amarillas de la calle empedrada apenas distorsionando el color de su abrigo verde al pasar junto a la ventana en su paso hacia la puerta. Ella abrió los ojos con alegría, y anunció a sus acompañantes, quienes se esforzaban por parecer desinteresados, que Índigo había llegado, ¡y el alivio de comprobar que era él, y ningún otro!
Orgullosos, los hombres guardianes que rodeaban a la frágil Lucía se aglomeraron con disimulo a su alrededor. Como si pudiera leer sus mentes, ella comprendió que en el interior de cada uno de ellos se gestaba la más intensa envidia, pero que ninguno dejaría entrever ni un dejo de su mezquindad. En cuanto Índigo cruzara la puerta, todos actuarían como si no supieran su nombre, ni reconocieran su rostro. Inalterables, displicentes, nadie le daría el crédito que merecía. ¡Insolente el artista que vino a encantar a la muchacha! ¡¿Qué sabrá él de esfuerzo?! ¡¿Qué sabrá él del barrio?! Descarado intruso...
Índigo fue guiado hasta la mesa por una blanca y fina mano que ondeaba en la oscuridad. Esquivando algunos cuerpos que le daban la espalda por soberbia, logró encontrar el rostro de Lucía debajo de aquel flameante brazo fosforescente. Sus pequeños ojos calmos la envolvieron en ternura, le sonrió con la calidez natural de dos extraños que se encuentran, y se inclinó hasta poder besarle la mejilla. Lucía inhaló por primera vez la fragancia de aquel hombre. No supo describirlo de inmediato, simplemente cerró los ojos y se detuvo a inspeccionar en su memoria buscando una atribución que justificara la hipnosis que provocó en ella aquel oleaje placentero que se introdujo en su nariz y acarició su garganta. Al principio, se le antojó dulce, cremoso, tranquilo... Pero luego, por alguna razón, pensó en una tabla de madera rústica, sin procesos, simple y fresca. ¿Quizás alguna especia hindú?  
Harta ya de no lograr dilucidar una posible respuesta, se dedicó a disfrutarlo. Se dejó llevar por los efectos inmediatos que producía en ella. Jamás se hubiera imaginado que aquel efluvio podía remitirla a su propia esencia, percibirse ella misma al sentir la familiaridad del aroma que emanaba la piel de aquel sujeto sin voz, el intérprete de ideas ajenas que hablaba a través de canciones cuya autoría no le pertenecía necesariamente.
Índigo y Lucía supieron amarse una breve temporada. Vieron soles y lunas, cielos convertidos en agua, y así las teorías metafísicas fueron convenciéndolos de que se conocían de otra vida. Se preguntaron una y otra vez, mirándose a los ojos con absoluta perdición, acerca de la sorprendente sabiduría del universo que, una vez más, había logrado unirlos karmáticamente. Y aún así, Lucía no podía dejar de lado su humanidad. Entonces se dedicó a intentar adivinar en silencio, con los ojos empapados de ilusión, la procedencia de aquel perfume que la enloquecía. Día tras día, en su presencia y en su ausencia, sola en su cuarto anaranjado bajo la luz del velador, y mientras hacían el amor en casa de su amado, sometidos a la energía de las estrellas, ciegos en una oscuridad apenas perturbada por los astros. 
Se tendía sobre su cama durante horas, buscando en las sábanas el perfume de Índigo, pero aquel dejo de dulzura que hallaba no le hacía justicia. Sospechó una mañana, mientras abrazaba su espalda en la frescura matinal que les permitía atesorar la vista desde el ventanal, que el perfume de Índigo era el olor natural de su piel... Su nariz, hundida en su remera blanca mientras él buscaba la canción ideal para sazonar su despertar, bebió sin parar la esencia imposible de catalogar que exudaba su carne. 
Era un efluvio seductor, cómodo, casi un reflejo del mismo Índigo. Pensó en la llama pacífica de una vela, o tal vez en un café suave que calienta el cuerpo en una cabaña en medio de la montaña. Pensó en la frescura de los azahares en el medio del campo, y en el olor de las nubes una tarde de Marzo. Combinó el rocío sobre el pasto en un día caluroso, con una fogata en el medio de un bosque. El aleteo de un colibrí junto a una flor, y las maderas crujientes del suelo de una biblioteca.
Nada se asemejaba.
No se sabe con exactitud por qué. Tal vez ella llegó a pensar que se había acostumbrado al cuerpo de Índigo, tal vez un día logró entrar al departamento de su amante sin detenerse en las alteraciones placenteras de su ser al atravesar el umbral. Tal vez el día que dejó de buscar una explicación al embriagador y dulce aroma de Índigo fue el día en el cual él decidió alejarse de ella sin dar muchas explicaciones.
En su locura, Lucía persiguió con desesperación su sombra hasta los lugares más recónditos de la capital. Pero Índigo ya no era reconocible ante ella, estaba distorsionado por la imagen, el sonido, las circunstancias que lo rodeaban frente a los ojos de Lucía. Tal vez fueran las luces de colores, o quizás la lejanía de sus cuerpos que no les permitía encontrarse mediante el roce. El hedor del tabaco y la densidad del olor humano lo volvían ordinario, y el tétrico espectáculo que ofrecía a Lucía, en el cual él se mostraba encantador con un desfile interminable de mujeres vulgares, terminó por convencerla de que jamás volvería a llevarse una impresión acertada de Índigo. 
Fría de decepción, continuó buscando aquel perfume, con la esperanza de volverlo propio y llevar consigo siempre el recuerdo más valioso de Índigo.
Olfateó discos de Gustavo Cerati, vinilos de The Beatles, y hasta libros viejos. La canción "Julia" por poco la engaña, rociando sobre su rostro una fragancia similar a la que ella buscaba exhaustivamente.
Se animó a meter su nariz en el arte de Índigo, inspeccionando cada aspecto del mismo, y, si bien halló apenas una sensación de familiaridad al dar con la impronta inconfundible de su ex amante, no lograba reconocer el perfume. Probó con la pintura y la escultura, buscó invadir su garganta con el aroma de los colores, probando el color índigo con detenimiento, pero no logró demasiado. Olfateando acrílicos, oliendo con los dedos y los ojos. Los relieves ásperos la alejaban de la percepción deseada, y los colores cálidos la guiaban falsamente hacia la respuesta. 
Recorrió ferias, santerías, y llenó su casa de sahumerios: El sándalo la reconfortaba, pero apenas si le recordaba a Índigo. Acercó sus sentidos a dioses hindúes, pero Ganesha y Krishna le dieron la espalda. 
Los días de la semana también traían consigo brisas diferentes, y por algún motivo los jueves siempre la despertaban con una melancolía profunda en la nariz. Sus vías respiratorias sofocadas por el llanto y la nostalgia no le permitían oler el mañana. 
El tiempo pasó, invadido por una fragancia nueva cada día. Quizás pasó más de un año, tal vez casi dos, cuando una tarde de Agosto Lucía se subió a un colectivo y se sentó mientras leía un libro de Borges con el ceño fruncido, sumida en las palabras del autor, buscando inspiración en las luces de avenida Callao. Fue entonces cuando escuchó la puerta delantera del vehículo abrirse, y el viento punzante de las siete de la tarde la hizo tiritar. Sin perder la concentración, notó que una muchacha delgada se acercaba a pagar el boleto. Una vez realizado el pago, la extraña continuó su paso ligero hacia el fondo del colectivo, dejando detrás de sí una estela de perfume. El característico de Índigo. 
Lucía levantó la mirada de inmediato, pero ya no pudo reconocer a la mujer entre los pasajeros. No se animó a recorrer asiento por asiento hasta encontrarla, de modo que decidió pasarse de su parada habitual, y esperar que la muchacha descendiera por la puerta trasera, para reconocerla cuando el viento revolviera su cabello y su ropa, percibiendo así la fragancia que la obsesionaba.
Unas cuantas paradas luego, la mujer se acercó a la puerta y se bajó con rapidez. Lucía la reconoció, e hizo lo propio. La persiguió con parsimonia media cuadra. Al llegar a la esquina, oyó una voz de mujer. Miró a su alrededor y vio a la muchacha del colectivo saludando a otra, quien al levantar su mano para implicar el saludo, se refirió a ella como "Cielo". Con su nombre ya grabado en la memoria, Lucía abandonó la cacería.
Días más tarde la venció la desesperación, y citó a Índigo. Los ex amantes se encontraron en el departamento que los vio hacer el amor tantas veces. Lucía fue muy bienvenida, y hasta logró sentirse cómoda frente al hombre que con absoluto descaro la ignoró durante tanto tiempo teniéndola enfrente. Aquel que se paseaba con lujuria frente a sus ojos sin siquiera mirarla. Como si todo aquel despliegue dantesco fuera tan solo una puesta en escena, se encontraron como si el tiempo no hubiera erosionado su vínculo en absoluto.
Embriagada por el perfume que ya conocía (y reconocía), procedió a hacer la pregunta que jamás pensó que tendría que formular. Articuló con dificultad su duda mirando fíjamente a Índigo a los ojos. Aquellos ojos pequeños y dulces. 
"¿Por qué es que no puedo hallar tu esencia por ningún lado? ¿Qué te hace tan especial a mis sentidos?"
Índigo la escuchó durante un largo rato mientras le contaba la historia de su obsesión por el perfume, observándola con cierto dejo de tristeza. Finalmente la miró como si por fin Lucía hubiera descubierto su secreto mejor guardado, y tras un rato largo de silencio, dejó escapar las palabras que unirían a las únicas dos personas en el mundo que olían idénticamente:
"Lo que más me asombra es que te hayas aferrado con tanta premura al único detalle de mi ser que no puedo cambiar. Lo que percibís de mí no son más que esperanzas derrumbadas, amores perdidos. Mi olor, para algunos dulce, para otros fétido, es la única expresión de mi carne, la transpiración de mi alma entristecida. Es el más puro aroma de la nostalgia, pues me constituye en mi totalidad aquello que me condena eternamente: El hecho de haberme ganado el Cielo, y haberlo abandonado".

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